sábado, 18 de octubre de 2008

Hija del cristal



Abro los ojos, acalorada, asustada. ¿Qué ha pasado?

Oigo sirenas, gritos. Es mamá, ¿no? Sí, es ella. Gritaba como loca mientras me miraba con cara de decepción, la muy idiota pensaba que era culpa mía, aunque yo sé que lo hizo él. Él fue el causante y, al mirarle platicando con madre, se lo vi en los ojos: culpabilidad y nerviosismo. Pero confío en él, aunque por su culpa mamá me grité. Sus gritos… aún los recuerdo pero, oigo más voces, hay más… muchas más. Es toda esa gente que miraba por los grandes ventanales que levantan mi casa, mi hogar; se empujaban por no perderse el espectáculo. Otra vez la sirena. Me da dolor de cabeza, ¡que alguien la pare!

Algo ocurre. Todo se mueve. Me levantaría para ver qué pasa pero la cabeza me va a explotar. Desde mi cama alcanzo a ver uno de los grandes ventanales que ocupa toda la pared frontal del dormitorio. Ahí están, organizándose para mover los muros de mi edificio; agitando las vigas, tambaleándolas y molestándome en mi enfermedad. Sus gritos y las sirenas que me causan esta jaqueca me están empezando a enojar verdaderamente… ¡que me dejen en paz todos de una vez!, ¡trato de dormir!
Pero de repente, algo ocurre… el temblor cesa, la casa vuelve a su estado estático natural. Por fin podré descansar. Sin embargo una luz me lo impide, ¿qué carajo ocurre ahora? Estoy harta ya… Entonces lo veo. Es algo extraño, casi irreal; pero es tan cierto como que estoy en mi cama, en mi casa de cristal, sentada, esperando a que ello llegue. Real. De pronto, unas motas de polvo luminiscentes, como focos minúsculos, vuelan hacia mi casa, hacia mi cama. Me asustan un poco pero logro reunir valor para tocarlas: están frías. Las motas revolotean a mi alrededor emitiendo un molesto pitido que me acrecienta la jaqueca y que me está poniendo de muy mal humor. Cuando me empiezan a rozar las orejas y la nariz haciéndome cosquillas las espanto, al fin, con intención de que me dejen dormir de una vez. Gracias al cielo se alejan, pero no se dirigen al exterior como yo pensaba… se dirigen directas al baño que hay enfrente de mi cama. Cruzando el umbral de la puerta abierta finalmente se posan en el trozo de bañera que puedo percibir desde la oscuridad de mi cuarto. Con su luz iluminan medio habitáculo y crean unos reflejos en el techo. La bañera está llena, preparada. Me levanto intrigada a la habitación iluminada como si de velas se tratara a pesar de que la cabeza me arda. Me siento en el taburete que hay bajo el lavabo. Las motas no se asustan, es más, siguen revoloteando sobre la superficie de agua que llena la bañera, como invitándome a entrar. Como si un hechizo me poseyera, toco el agua para medir su temperatura: está caliente. Al sacar la mano de la superficie calida el dolor de cabeza me volvió, y los gritos, y las sirenas. Con el contacto cálido había olvidado la horrible sensación de martillazos contra mi cráneo y mis oídos.

No sé si meterme en la bañera. Es muy tarde y debería descansar. Eso quiero, descansar. Relajarme… disfrutar, olvidar por un momento lo perra que es esta vida. Me desnudo y noto el frío que hace en el baño. El calor de la bañera me llama, como un canto hipnotizante de sirena. Corro a ella y me meto hasta el cuello. De pronto un recuerdo me ha golpeado la memoria; aquí dentro, en esta paz… es como volver al vientre de mamá, donde todo era seguro, fácil, íntimo. Donde era yo y solo yo. Donde la vida no te cansaba ni te hartaba. Donde era yo y solo yo.

Así, recordando esto, me sumerjo en el calor.

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